lunes, 15 de agosto de 2016

Mal de unas, consuelo de otras




Laura es una de mis amigas más queridas. Menuda, suave, dulce, hiperfemenina, es la mujer más buena del mundo. Enviudó muy joven, no tuvo hijos y estuvo muchos años en una relación con un hombre casado. Pasó demasiado tiempo  esperando que él resolviera sus dudas, su sentimiento de culpa y su confusión, para que en fin de cuentas el personaje las dejara - tanto a ella como a su legítima - de un día para otro.  Totalmente convencido, sin culpa y sin dilemas,  plantó a ambas por una mujer que acababa de conocer.
Si de relaciones se trata, el único aspecto en el cual Laura ha sido afortunada es en el de los vecinos. Vive en un edificio bastante chico, gestionado por los mismos propietarios. Todos se conocen, todos se llevan bien y todos colaboran entre ellos.
Cuando se mudó Martín al edificio, se felicitaron por el arribo de otro vecino encantador.  Educado, muy agradable y SOLO. Los de planta baja lo invitaron en menos que canta un gallo “para que fuera conociendo a sus vecinos” ….  y en particular a Laurita. Si había una posibilidad de formar una pareja, ellos se iban a encargar que sucediera. Hay gente que es así, casamentera por vocación.
La simpatía entre los dos fue instantánea. Había puntos en común, y en todo el consorcio empezó a palpitar la esperanza de  que surgiera algo entre estos dos seres que se veían tan buena gente el uno como el otro.
Pasaron las semanas, pasaron un par de meses, y era cosa habitual ver a Laura y Martín charlando juntos en la entrada, ocupándose de las plantas del jardín o revisando papeles del consorcio.
Para los que la conocíamos, el cambio en Laura era evidente: usaba conjuntos más coloridos, sonreía por cualquier cosa y arremetía ante la vida con un entusiasmo nunca visto. 

Nuestras conversaciones telefónicas en esos tiempos eran sobre un solo tema, y ese tema era Martín. El candidato seguía tan atento como siempre, pero no parecía querer pasar de ahí. 
Llegué a sugerir dejarlos encerrados unas horas en el ascensor para que alguno de los dos se decidiera a dar el primer paso, pero la idea no tuvo aceptación. Reconozco que lo mío no era muy sutil.

Una mañana Martín tocó timbre en lo de  Laura y con evidente expresión de vergüenza y de temor la invitó a subir a comer con él esa noche.
Laurita apareció puntual a la hora convenida, con la mejor torta casera en sus manos temblorosas.
Martín le sirvió una copa de vino y fue directo al grano:
“Laura, te invité porque …antes que nada tengo que decirte que sos la mujer más increíble que conocí en mi vida”
(Ella sintió que empezaba a sonrojarse)

"Hace poco que nos conocemos, y siento como si fuese de toda la vida"

(su corazón latía con tanta fuerza, que lo sentía retumbar en sus oídos)

"Me cuesta mucho abrirme ante los demás, por eso hasta ahora no había dicho nada"

(ni se percató que había dejado de respirar)


“Laura, yo soy gay, y me honra decirte que sos la primera persona de mi entorno a quién se lo puedo confesar”.



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Yo no tengo nada que ver con Laura y mi vida ha sido totalmente diferente a la suya. Digamos que si de relaciones se trata, “prolija” es un término que no aplica para mí.
Cuando pasé por la Segunda Gran Ruptura, me fui un tiempo a sanar mis heridas a la casa de La Costa. Mi padre estaba allá, y con él no iba a haber ni mucha contención ni grandes charlas, pero al menos, sabía que podría estar en paz.
Una mañana, lo encontré muy concentrado, examinando atentamente todos los rincones del jardín.
 “Me parece que voy a plantar hortensias”
- En serio, Papá? No sabía que te gustaban las hortensias - 
“Jamás puse porque dicen que cuando hay hortensias en la casa, la hija no se casa. Me parece que es hora de poner unas cuantas hortensias por acá"

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