París, año 2003 – Pierre
tenía 40 años. Era buen mozo, un profesional exitoso y se acababa de divorciar.
Cuando en el transcurso de una misma semana dos amigos diferentes le propusieron
presentarle a Caroline, la casualidad le pareció demasiado como para ignorar y
decidió darle una chance al azar.
Le envió por correo una
tarjeta personal con una nota
presentándose y pidiendo permiso para llamarla por teléfono. (ay! la reverencia de los Frenchos por la comunicación escrita: si no es sobre
papel, y de ser posible con tinta – no birome – no existe...).
Ella no vivía en París, pero
estaba a rápido alcance gracias a los trenes de alta velocidad. Se hablaron y
escribieron mails durante un par de meses antes de conocerse en persona. De ahí
en más todo fue muy rápido y en menos de un año se casaron. Eso sí: en un
principio solamente por civil. El casamiento religioso lo hicieron recién un
año más tarde, porque el catering que
ambos preferían para la gran fiesta no tenía fechas disponibles hasta entonces.
El epílogo de esta historia
son dos niños adorables a quienes les cuento cuentos a la hora de acostarse
cada vez que los visito y que ya he convertido en adictos furibundos a la
chocotorta y los alfajores Cachafaz.
Cada vez que me reencuentro
con ellos, me envuelve un manto de vergüenza, me siento descolocada por mi
rusticidad, mi falta de sofisticación, mi … Sudaquez?
- Yo hubiera agradecido hasta en arameo a cualquier amiga que me hubiese hecho marketing y convencido a un potencial príncipe azul para que me llame por teléfono.
- Me hubiese contentado con choripán y buen vino para festejar el casorio con el hombre de mis sueños
- Y de todos modos, así como pasó allá, esto nunca hubiera sucedido en Argentina: más que seguro que la tarjeta del Romeo jamás hubiera llegado a destino, puesta a la merced de nuestro bienamado Correo Argentino.
Buenos Aires, año 2016 –
Laura escribe muy bien. Cuando un diario prestigioso publicó uno de sus cuentos
recibió muchos elogios y un lector la contactó declarándose ferviente admirador.
No terminaba de entender cómo a través de una cuenta del diario logró
contactarla. (Yo tampoco lo comprendo, pero no es para sorprenderse: siempre
estoy un par de clicks retrasada en lo que a redes sociales se refiere).
Intercambiaron algunos mails y el hombre
parecía interesante. Laura se permitió explayarse bastante sobre su vida, sus
gustos, y sus etcéteras, total … el sujeto vivía en la otra punta del país.
La sorpresa no se hizo
esperar mucho y de pronto un día, el hombre anunció que vendría a Buenos Aires
y qué tal si se juntaban para tomar un café?
Laurita tardó casi dos días
en contestar. No sabía qué hacer. Claro que el hombre la había halagado, le
decía que le encantaba su forma de escribir, parecía divertido, encantador … pero de ahí a encontrarse con un
desconocido?
Cuando me llamó para
contarme todo esto lamenté no haber estado en Tanzania. La responsabilidad me
parecía tremenda. Por supuesto que quiero lo mejor para mi amiga, pero ella es
tímida, crédula y confiada y yo soy todo lo contrario. Y de todos modos, en un
caso como éste, qué era lo mejor?
Le pedí, que me mantuviera
al tanto de lugar y horario del encuentro. Le repetí mil veces que tuviese el
celular a mano para poder llamarla con cualquier excusa y así hacer saber al personaje
que mi amiga no estaba sola.
Partió al encuentro armada
de todo el coraje que cabe en sus 45 kilos repartidos en poco más de un metro y
medio de estatura, y yo me quedé en casa comiéndome las uñas de desesperación.
La llamé un par de veces y
la noté bien. Su tono de voz era el normal y se las arregló para darme a
entender que no había ningún problema.
Yo seguí pronta a llamar al
911, imaginando escenas de horror, y esperando fervientemente que no apareciera
descuartizada en la Costanera Sur hasta que
me llamó para avisar que había vuelto (sana y salva!) a su casa.
Me dijo que se rió mucho y
en términos generales la pasó bien. Sin embargo, también me dijo que aunque
volvieran a encontrarse una docena de veces más, no se imaginaba jamás teniendo el coraje de
encontrarse sola, entre cuatro paredes, con una persona que había conocido “de
esta manera”.
A eso también habría que agregarle que le pareció que él podía
ser un par de años menor que ella y que le daba la impresión que eso podía ser
un punto negativo para él. (El hombre es el único animal que a veces se niega a
consumir carne menos fresca que la que él mismo puede ofrecer).
No voy a mentir. Sentí
enorme alivio que – por el motivo que fuese – mi amiga no parecía demasiado
embarcada en soñar con un nuevo príncipe azul.
Quizás había que aceptar que
no somos millenials, y que las redes sociales no funcionan bien para nosotras.
Quizás había que aceptar que en estas cosas somos como los dinosaurios, que se
extinguieron porque no supieron adaptarse? Y si, puede ser. Somos de las que creemos
que por más que alguien te pida amistad en Facebook, esa persona no es un amigo
de verdad.
El otro día leí una nota bastante interesante en La Nación. Contaban como gran novedad que hay cada vez más gente
que se harta de las redes sociales. Psicólogos, abogados y otros profesionales
explicaban por qué se van alejando cada vez más de Facebook, Twitter, Instagram y
todos sus parientes.
Laurita, buenas noticias. No nos amarguemos
más. Ahora resulta que no somos obsoletas. Me acabo de enterar que somos COOL !!!
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