jueves, 15 de diciembre de 2016

Redes sociales: Oui o redes sociales: Non?




París, año 2003 – Pierre tenía 40 años. Era buen mozo, un profesional exitoso y se acababa de divorciar. Cuando en el transcurso de una misma semana dos amigos diferentes le propusieron presentarle a Caroline, la casualidad le pareció demasiado como para ignorar y decidió darle una chance al azar.

Le envió por correo una tarjeta personal con  una nota presentándose y pidiendo permiso para llamarla por teléfono. (ay! la reverencia de los Frenchos por la comunicación escrita: si no es sobre papel, y de ser posible con tinta – no birome – no existe...).

Ella no vivía en París, pero estaba a rápido alcance gracias a los trenes de alta velocidad. Se hablaron y escribieron mails durante un par de meses antes de conocerse en persona. De ahí en más todo fue muy rápido y en menos de un año se casaron. Eso sí: en un principio solamente por civil. El casamiento religioso lo hicieron recién un año más tarde,  porque el catering que ambos preferían para la gran fiesta no tenía fechas disponibles hasta entonces.

El epílogo de esta historia son dos niños adorables a quienes les cuento cuentos a la hora de acostarse cada vez que los visito y que ya he convertido en adictos furibundos a la chocotorta y  los alfajores Cachafaz.

Cada vez que me reencuentro con ellos, me envuelve un manto de vergüenza, me siento descolocada por mi rusticidad, mi falta de sofisticación, mi … Sudaquez?


  •  Yo hubiera agradecido hasta en arameo a cualquier amiga que me hubiese hecho marketing y convencido a un potencial príncipe azul para que me llame por teléfono.
  •  Me hubiese contentado con choripán y buen vino para festejar el casorio con el hombre de mis sueños
  •   Y de todos modos, así como pasó allá, esto nunca hubiera sucedido en Argentina: más que seguro que la tarjeta del Romeo jamás hubiera llegado a destino, puesta a la merced de nuestro bienamado Correo Argentino.


Buenos Aires, año 2016 – Laura escribe muy bien. Cuando un diario prestigioso publicó uno de sus cuentos recibió muchos elogios y un lector la contactó declarándose ferviente admirador. No terminaba de entender cómo a través de una cuenta del diario logró contactarla. (Yo tampoco lo comprendo, pero no es para sorprenderse: siempre estoy un par de clicks retrasada en lo que a redes sociales se refiere).

 Intercambiaron algunos mails y el hombre parecía interesante. Laura se permitió explayarse bastante sobre su vida, sus gustos, y sus etcéteras, total … el sujeto vivía en la otra punta del país.

La sorpresa no se hizo esperar mucho y de pronto un día, el hombre anunció que vendría a Buenos Aires y qué tal si se juntaban para tomar un café?

Laurita tardó casi dos días en contestar. No sabía qué hacer. Claro que el hombre la había halagado, le decía que le encantaba su forma de escribir, parecía divertido,  encantador  … pero de ahí a encontrarse con un desconocido?

Cuando me llamó para contarme todo esto lamenté no haber estado en Tanzania. La responsabilidad me parecía tremenda. Por supuesto que quiero lo mejor para mi amiga, pero ella es tímida, crédula y confiada y yo soy todo lo contrario. Y de todos modos, en un caso como éste, qué era lo mejor?

Le pedí, que me mantuviera al tanto de lugar y horario del encuentro. Le repetí mil veces que tuviese el celular a mano para poder llamarla con cualquier excusa y así hacer saber al personaje que mi amiga no estaba sola.

Partió al encuentro armada de todo el coraje que cabe en sus 45 kilos repartidos en poco más de un metro y medio de estatura, y yo me quedé en casa comiéndome las uñas de desesperación.


La llamé un par de veces y la noté bien. Su tono de voz era el normal y se las arregló para darme a entender que no había ningún problema.

Yo seguí pronta a llamar al 911, imaginando escenas de horror, y esperando fervientemente que no apareciera descuartizada en la Costanera Sur hasta que  me llamó para avisar que había vuelto (sana y salva!) a su casa.

Me dijo que se rió mucho y en términos generales la pasó bien. Sin embargo, también me dijo que aunque volvieran a encontrarse una docena de veces más,  no se imaginaba jamás teniendo el coraje de encontrarse sola, entre cuatro paredes, con una persona que había conocido “de esta manera”. 

A eso también habría que agregarle que le pareció que él podía ser un par de años menor que ella y que le daba la impresión que eso podía ser un punto negativo para él. (El hombre es el único animal que a veces se niega a consumir carne menos fresca que la que él mismo puede ofrecer).

No voy a mentir. Sentí enorme alivio que – por el motivo que fuese – mi amiga no parecía demasiado embarcada en soñar con un nuevo príncipe azul.

Quizás había que aceptar que no somos millenials, y que las redes sociales no funcionan bien para nosotras. Quizás había que aceptar que en estas cosas somos como los dinosaurios, que se extinguieron porque no supieron adaptarse? Y si, puede ser. Somos de las que creemos que por más que alguien te pida amistad en Facebook, esa persona no es un amigo de verdad.

El otro día leí una nota bastante interesante en La Nación. Contaban como gran novedad que hay cada vez más gente que se harta de las redes sociales. Psicólogos, abogados y otros profesionales explicaban por qué se van alejando cada vez más de Facebook, Twitter, Instagram y todos sus parientes.


Laurita, buenas noticias. No nos amarguemos más. Ahora resulta que no somos obsoletas.  Me acabo de enterar que somos COOL !!!