Enero en Buenos Aires.
Una vez que la abandonan los estresados laburantes,
los cansados estudiantes, los molestos manifestantes y los corruptos gobernantes, la ciudad nos
pertenece a los pocos afortunados a los cuales no nos importa el asfalto en
ebullición.
Cuando la Reina del Plata queda casi
desprovista de amigos, familia y obligaciones, suelo aprovechar para otorgarme unas
buenas maratónicas sesiones de alpedismo. Lo hago sin ninguna culpa, me digo
que me lo merezco y me pongo a disfrutar de hacer lo menos posible, lo mínimo
indispensable, y siempre que se pueda, tirada en la cama, mirando hipnotizada
el ventilador.
Son años de práctica intensa y me sale
excelentemente bien. Lo único que no he podido lograr todavía es poner al mismo
tiempo la mente en Off. Al cabo de algunos días, se me ocurre alguna idea
brillante y me dedico a ponerla en práctica. Esta vez, se me ocurrió aprovechar
el tiempo libre para hacer algo bueno por la fachada. Embellecerme, adelgazar,
ese tipo de cosas que a las mujeres se nos ocurren pero que no siempre logramos
hacer.
Pega fuerte el haber tenido una madre
hermosísima, toda ella elegancia y perfección. La gran pena es que jamás, pero jamais de la
pute vie, voy a intentar siquiera pasar un mes comiendo zapallitos hervidos
como la he visto hacer en vísperas de una gran ocasión. Tampoco peregrinaría en
consultorios que venden la eterna juventud bajo la forma de inyecciones dudosas,
no me llenaría de pastillas, ni me
aguantaría siquiera un masajista en casa todos los días.
Me incliné por un curso de acción más
básico y sencillo. Un poco de dieta, de vitaminas bajo forma de un plus de
frutas y verduras y no mucho más.. Me
gusta la idea de hacer dieta en verano, porque es buena excusa para no cocinar. Me
imagino viviendo a ensaladas, pero la constancia no es mi fuerte y caigo
fácilmente en los brazos de cualquier
calórica tentación.
Empecé a sospechar que no iba a lograr
muchos resultados cuando preparando tecitos milagrosos para acelerar el
metabolismo (un espanto de té verde, jengibre y limón) la Señora que trabaja en
casa aniquiló mi entusiasmo con un lacónico “Ah, por supuesto. La fe también es muy importante”.
Una vez deposité mi fe en un spa con
muy buena reputación, pero la experiencia no fue de lo mejor. Estuve una semana
en Brasil, en un lugar donde me dijeron que me iban a hacer sentir como
Cleopatra y no me resultó.
Me sentí más bien como una prisionera en un
campo de concentración. Con trabajos forzados, bajo la mirada atenta de un Joao
que se empeñaba en destruirme todos los músculos que ni sabía que tenía,
sometida a torturas con cremas, aparatos y electrodos y pasando una hambruna
fenomenal.
Como el campo de concentración era
(supuestamente) de 5 estrellas, gasté una montaña de billetes para pasar una semana de horror y volver a casa
con un-solo-kilo-de-merde de menos en mi haber. Para mí, un rotundo nunca más!
.
Por suerte, este nuevo año me sigue
sorprendiendo con cosas buenas y esta vez la sorpresa me llegó bajo forma de
una invitación. “Qué te parece si te venís unos días al campo? Alejarse del
mundanal ruido, hacer caminatas y comer sano. Te vá"?
En menos que canta un gallo preparé un
bolso y como invitada considerada y agradecida aporté unas cuantas vituallas
para agregarle variedad a la gastronomía del lugar. La Musa Inspiradora se
mantuvo a mi lado y pude presentar una terrina de salmón y un risotto de frutos
de mar que arrancaron lágrimas de emoción y gula concupiscente por parte del
público.
(Mejor mirar la botella medio llena, porque la botella medio vacía sería que he llegado al momento de mi vida en el cual mis creaciones culinarias despiertan más pasiones que yo misma).
(Mejor mirar la botella medio llena, porque la botella medio vacía sería que he llegado al momento de mi vida en el cual mis creaciones culinarias despiertan más pasiones que yo misma).
Los astros se alinearon para que me
pudiera zambullir de cabeza en los placeres de las Pequeñas Grandes Cosas. Simplemente
el estar y el disfrutar.
Paz y tranquilidad.
Siestas a cualquier hora.
Sol y pileta y cielos estrellados.
Caminatas aeróbicas y los pies
descalzos por el césped también.
Tormenta, lluvia y un arcoiris doble
que me hizo un guiño especial.
Café caliente, café frío, agua y
champagne.
Olor a tostadas, olor a tierra mojada,
olor a protector solar.
Sin perfume, sin maquillaje.
Shorts, ojotas, traje de baño y nada
más.
Una película que no ví entera y un
libro atrapante que no alcancé a terminar.
Las charlas, las risas y los
silencios. Eso, fue lo mejor.
Mi amigo el Conejo me guió hasta el
fondo de la madriguera, y sin que me diera cuenta me hizo pasar a través del
espejo hacia el País de Carpe Diem.
Desperté –como Alicia – bajo un árbol.
En Palermo, en la misma plaza donde jugaba cuando era chica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario